domingo, 6 de diciembre de 2015

6. Ancón II

(Entrada anterior:  5. Lurigancho - continuación)

Nueva revisión de mis pocas cosas mientras yo tiritaba. No encontraron nada de interés; ni siquiera los pasadores de las zapatillas que, en un rapto de lucidez, había quitado de las que tenía puestas, envuelto cuidadosamente y por separado y colocado al fondo de cada uno de los bolsillos. Esos pasadores, prohibidos en las cárceles, pasaron todas las revisiones.

Me ordenaron vestirme y guardar mis cosas. Llenaron un formulario con mis datos, tomaron mis huellas digitales y me dejaron solo. Al rato llegó un tercer técnico del INPE que me condujo a lo largo de un largo pasadizo a cielo descubierto, calculo de unos cien metros, con dos paredes de concreto a ambos lados, coronadas por alambrada de puas y que terminaba en una puerta de rejas.

—Espera aquí —me dijo, y se fue.

Detrás de la puerta había varios técnicos que conversaban entre sí. Me ignoraron. Dejé mis cosas en el suelo y miré alrededor. En el suelo había un colchón de espuma asqueroso y una frazada sucia al costado. No sé cuánto tiempo estuve aguardando, hasta que uno de los técnicos levantó la vista y me dijo

—¿Tienes hambre?

—Sí —le dije.

—¿Tienes plata?

—No —no mentí.

Algo en mí lo conmovió y ordenó que me trajesen algo de comer. Luego supe que era una de las raciones que recibían los técnicos y que alguno de ellos había dejado. Tuvieron la gran gentileza de calentarla al microondas y me la dieron. Comí todo: pollo frito y arroz. Fue el primer plato caliente en dos días, que me estaban pareciendo un mes.

El técnico que me había conducido hasta allí retornó y me llevó, por un pasadizo similar y casi igual de largo, hasta la clínica, donde debía pasar un nuevo examen. Nuevamente responder preguntas, nuevamente desnudarme y nuevamente llenar formularios. Estaban un doctor y una enfermera. Fueron amables.

Terminado el examen, salí de la clínica y vi un teléfono público. No tenía dinero, así que le pedí prestado al técnico del INPE que me escoltaba. Me miró con extrañeza.

—¿Y cuándo piensas pagarme?

—Ni bien pueda —le dije—. Por favor, tengo que avisar a mi familia que estoy aquí.

Me dio cincuenta centavos, llamé y tranquilicé a mi gente.

—Ya llegué, estoy bien, me han dado de comer, es un lugar tranquilo.

No pude decir nada más. En ese momento no sabía si era un lugar tranquilo, pero mentí para no contagiar mi angustia. No tenía ni idea de a dónde estaba llegando.

El técnico, al cual encontré semanas después y al que le devolví su dinero, me condujo de regreso por donde había venido.

—¿Tienes colchón? —preguntó.

Obviamente no tenía nada, ni siquiera comprendí por qué hacía una pregunta cuya respuesta era evidente.

—No —le dije.

—Agarra tu colchón y tu frazada, entonces —respondió.

Sí. Me tocaba el colchón de espuma asqueroso y la frazada sucia que estaban allí tirados. Lo miré con cara de extrañeza, como preguntándole si hablaba en serio.

- ¡Agarra pues, huevón, que no es hotel! – respondió leyendo mi pensamiento.

Los cogí, asqueado, y comencé a arrastrarlos mientras caminaba.

— ¡¡… y no arrastres el colchón!! —ordenó.

Y tuve que cargarlo, mientras recorría el largo camino al Pabellón de Prevención.

Una vez que llegué allí, el técnico Gonzales, a cargo del pabellón esa noche, me recibió y me condujo a mi celda. Todo estaba cerrado y las celdas con candados. Había llegado después de las nueve de la noche, pues esa es la hora en la que encierran a los internos, así que no vi a nadie: todos parecían dormir, el silencio era total.

Mi celda, con capacidad para dos personas, era la séptima de las diez que había en el segundo piso. No había nadie en ella, así que me quedé solo. Le hice algo de conversación al técnico, que me tranquilizó un poco. Recuerdo que me dijo que allí no había mucho que hacer, que la gente jugaba pelota todo el día, que hacían campeonatos “hasta para tíos como tú, Pensión 65”, aludiendo al programa gubernamental para adultos mayores, y que la gente era divertida y muy original para los apodos, así que me preparara para recibir uno. Nunca me lo pusieron. Pasado el tiempo, comencé a ser conocido simplemente como “el ingeniero”.

—¡Ah! ¡El ingeniero! Sí, yo lo recibí la noche que llegó, estaba asustado —le dijo el técnico Gonzales a alguna de mis visitas, semanas después.

Y claro que estaba asustado, terriblemente asustado.

Cuando se fue, cerrando con candado la puerta metálica, sin rejas, con una ventanilla que solo podía abrirse desde fuera, comencé a examinar la celda. Tenía unos tres metros de longitud y la mitad de ancho, un baño al fondo, sin taza, con solo un agujero en el que habían colocado como tapón una botella plástica de gaseosa, llena hasta la mitad de agua e invertida. “No saques la botella, sino cuando sea necesario”, me había advertido el técnico, “es para que no se metan las ratas”. Dos literas de cemento, una sobre otra; las paredes con inscripciones y una ventana pequeña, cubierta por una plancha de acero con agujeros pequeños, que daba a un patio.

Puse el colchón sobre la litera inferior, la frazada sucia sobre él, y acomodé encima la frazada que me habían enviado y que tenía entre mis cosas. Más no podía protegerme de la mugre. Coloqué, encima de todo, la única sábana que tenía. No tenía almohada, ni pijama, ni nada con qué cubrirme. Recuerdo haberme antes lavado las manos, para descubrir que no tenía ni toalla ni jabón, y que entre mis cosas solo había un cepillo de dientes y una pequeña pasta dental.

Me eché y vi la inscripción en la pared que quedaba a mis pies.

En este lugar maldito
Donde reina la tristeza
No se castiga el delito
Se castiga la pobreza

Me sonaba familiar, quizás era parte de un vals (género que no conozco) y me prometí averiguarlo algún día. Ahora encuentro que es una inscripción encontrada en el Palacio Negro de Lecumberri, famosa prisión mexicana.

Apagué la luz y traté de dormir. Creo que lo hice de inmediato, pues solo recuerdo después mucho ruido, demasiado: la estridencia metálica con la que comienzan los días en los penales es increíble, parece que los guardias estuvieran aleccionados para abrir puertas y candados de la manera más bulliciosa posible.

Sentí pasos que se acercaban, ruidos de llaves, puertas que se abrían, voces de “buenos días”, hasta que llegaron a mi celda. Sentí que quitaban el candado y que luego empujaban la puerta.

Había comenzado el día. No sabía qué me esperaba afuera ni quiénes, pero tenía que salir. Y no quería.

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