domingo, 6 de diciembre de 2015

6. Ancón II

(Entrada anterior:  5. Lurigancho - continuación)

Nueva revisión de mis pocas cosas mientras yo tiritaba. No encontraron nada de interés; ni siquiera los pasadores de las zapatillas que, en un rapto de lucidez, había quitado de las que tenía puestas, envuelto cuidadosamente y por separado y colocado al fondo de cada uno de los bolsillos. Esos pasadores, prohibidos en las cárceles, pasaron todas las revisiones.

Me ordenaron vestirme y guardar mis cosas. Llenaron un formulario con mis datos, tomaron mis huellas digitales y me dejaron solo. Al rato llegó un tercer técnico del INPE que me condujo a lo largo de un largo pasadizo a cielo descubierto, calculo de unos cien metros, con dos paredes de concreto a ambos lados, coronadas por alambrada de puas y que terminaba en una puerta de rejas.

—Espera aquí —me dijo, y se fue.

Detrás de la puerta había varios técnicos que conversaban entre sí. Me ignoraron. Dejé mis cosas en el suelo y miré alrededor. En el suelo había un colchón de espuma asqueroso y una frazada sucia al costado. No sé cuánto tiempo estuve aguardando, hasta que uno de los técnicos levantó la vista y me dijo

—¿Tienes hambre?

—Sí —le dije.

—¿Tienes plata?

—No —no mentí.

Algo en mí lo conmovió y ordenó que me trajesen algo de comer. Luego supe que era una de las raciones que recibían los técnicos y que alguno de ellos había dejado. Tuvieron la gran gentileza de calentarla al microondas y me la dieron. Comí todo: pollo frito y arroz. Fue el primer plato caliente en dos días, que me estaban pareciendo un mes.

El técnico que me había conducido hasta allí retornó y me llevó, por un pasadizo similar y casi igual de largo, hasta la clínica, donde debía pasar un nuevo examen. Nuevamente responder preguntas, nuevamente desnudarme y nuevamente llenar formularios. Estaban un doctor y una enfermera. Fueron amables.

Terminado el examen, salí de la clínica y vi un teléfono público. No tenía dinero, así que le pedí prestado al técnico del INPE que me escoltaba. Me miró con extrañeza.

—¿Y cuándo piensas pagarme?

—Ni bien pueda —le dije—. Por favor, tengo que avisar a mi familia que estoy aquí.

Me dio cincuenta centavos, llamé y tranquilicé a mi gente.

—Ya llegué, estoy bien, me han dado de comer, es un lugar tranquilo.

No pude decir nada más. En ese momento no sabía si era un lugar tranquilo, pero mentí para no contagiar mi angustia. No tenía ni idea de a dónde estaba llegando.

El técnico, al cual encontré semanas después y al que le devolví su dinero, me condujo de regreso por donde había venido.

—¿Tienes colchón? —preguntó.

Obviamente no tenía nada, ni siquiera comprendí por qué hacía una pregunta cuya respuesta era evidente.

—No —le dije.

—Agarra tu colchón y tu frazada, entonces —respondió.

Sí. Me tocaba el colchón de espuma asqueroso y la frazada sucia que estaban allí tirados. Lo miré con cara de extrañeza, como preguntándole si hablaba en serio.

- ¡Agarra pues, huevón, que no es hotel! – respondió leyendo mi pensamiento.

Los cogí, asqueado, y comencé a arrastrarlos mientras caminaba.

— ¡¡… y no arrastres el colchón!! —ordenó.

Y tuve que cargarlo, mientras recorría el largo camino al Pabellón de Prevención.

Una vez que llegué allí, el técnico Gonzales, a cargo del pabellón esa noche, me recibió y me condujo a mi celda. Todo estaba cerrado y las celdas con candados. Había llegado después de las nueve de la noche, pues esa es la hora en la que encierran a los internos, así que no vi a nadie: todos parecían dormir, el silencio era total.

Mi celda, con capacidad para dos personas, era la séptima de las diez que había en el segundo piso. No había nadie en ella, así que me quedé solo. Le hice algo de conversación al técnico, que me tranquilizó un poco. Recuerdo que me dijo que allí no había mucho que hacer, que la gente jugaba pelota todo el día, que hacían campeonatos “hasta para tíos como tú, Pensión 65”, aludiendo al programa gubernamental para adultos mayores, y que la gente era divertida y muy original para los apodos, así que me preparara para recibir uno. Nunca me lo pusieron. Pasado el tiempo, comencé a ser conocido simplemente como “el ingeniero”.

—¡Ah! ¡El ingeniero! Sí, yo lo recibí la noche que llegó, estaba asustado —le dijo el técnico Gonzales a alguna de mis visitas, semanas después.

Y claro que estaba asustado, terriblemente asustado.

Cuando se fue, cerrando con candado la puerta metálica, sin rejas, con una ventanilla que solo podía abrirse desde fuera, comencé a examinar la celda. Tenía unos tres metros de longitud y la mitad de ancho, un baño al fondo, sin taza, con solo un agujero en el que habían colocado como tapón una botella plástica de gaseosa, llena hasta la mitad de agua e invertida. “No saques la botella, sino cuando sea necesario”, me había advertido el técnico, “es para que no se metan las ratas”. Dos literas de cemento, una sobre otra; las paredes con inscripciones y una ventana pequeña, cubierta por una plancha de acero con agujeros pequeños, que daba a un patio.

Puse el colchón sobre la litera inferior, la frazada sucia sobre él, y acomodé encima la frazada que me habían enviado y que tenía entre mis cosas. Más no podía protegerme de la mugre. Coloqué, encima de todo, la única sábana que tenía. No tenía almohada, ni pijama, ni nada con qué cubrirme. Recuerdo haberme antes lavado las manos, para descubrir que no tenía ni toalla ni jabón, y que entre mis cosas solo había un cepillo de dientes y una pequeña pasta dental.

Me eché y vi la inscripción en la pared que quedaba a mis pies.

En este lugar maldito
Donde reina la tristeza
No se castiga el delito
Se castiga la pobreza

Me sonaba familiar, quizás era parte de un vals (género que no conozco) y me prometí averiguarlo algún día. Ahora encuentro que es una inscripción encontrada en el Palacio Negro de Lecumberri, famosa prisión mexicana.

Apagué la luz y traté de dormir. Creo que lo hice de inmediato, pues solo recuerdo después mucho ruido, demasiado: la estridencia metálica con la que comienzan los días en los penales es increíble, parece que los guardias estuvieran aleccionados para abrir puertas y candados de la manera más bulliciosa posible.

Sentí pasos que se acercaban, ruidos de llaves, puertas que se abrían, voces de “buenos días”, hasta que llegaron a mi celda. Sentí que quitaban el candado y que luego empujaban la puerta.

Había comenzado el día. No sabía qué me esperaba afuera ni quiénes, pero tenía que salir. Y no quería.

(Siguiente entrada: en preparación)


jueves, 19 de noviembre de 2015

5. Lurigancho (continuación)

(Entrega anterior: 4. Lurigancho)

—¿Adónde vas? —me dijo el faite, ya acomodado a mi lado.

—A Ancón —respondí.

—¿Primera vez?

—Sí.

—¡Ah! Eres “ciego” entonces – y se concentró en una libreta que tenía en la mano.

Yo hubiera preferido que nadie me dirigiera la palabra, ni hablar con nadie. Quería pasar desapercibido, pero no sabía cómo. Tenía hambre y sed, estaba confundido y asustado.

—Tengo hambre, carajo, hay que hacer una chancha —dijo alguien.

Inmediatamente un tipo joven comenzó a pasar de uno en uno para recolectar dinero. Cuando llegó a mí, le dije que no gracias, que pasaba, que no tenía hambre (sí la tenía, pero no tenía dinero: me lo habían quitado). Cuando terminó la colecta, se acercó a la reja y comenzó a gritar insistentemente.

—¡JEFE! ¡JEFE! ¡TENEMOS HAMBRE! ¡YA, PUES!

Hizo ruido hasta que se acercó un policía y me dije: “acá se arma un lio”. No pasó nada: abrió la reja y dejó, con toda naturalidad, que saliera. Me pareció rarísimo, pero yo parecía ser el único en pensar así.

Julio, que así se llamaba el faite sentado a mi lado, se presentó, me estrechó la mano y comenzó imprevistamente a explicarme lo que me esperaba. La rutina diaria, cómo era la celda, cómo se podía salir de ella solamente dos horas al día, cómo las visitas eran una vez al mes, previo registro, y que solo se las podía ver a través de un vidrio o de una plancha de acero perforada. Me dijo que en su celda había ocho personas, dos de ellas con tuberculosis y ambos con condenas de 35 años. Me contó que él ya se había acostumbrado y que yo también lo haría “porque el hombre es animal de costumbres”, me dijo que con su cara de huevón era muy respetado, porque ya había pasado por Castro Castro, por Sarita Colonia, por Lurigancho, y allí ya sabían cómo era él. Me habló de su familia, que no lo visitaba nunca, de su ex mujer, de su mujer, de su trabajo; me mostró unos documentos que comprobaban que él no podía haber estado en el lugar del delito que le imputaban y que le había mostrado al juez. Me contó cómo había dejado, en la cárcel, y veintidós años atrás, la pasta básica de cocaína que lo estaba consumiendo, gracias a que uno de los integrantes de Los Destructores le había hablado como a hijo y hecho recapacitar. Narró sus aventuras como chofer de camión, me enseñó a robar petróleo, a “aprovechar” los repuestos no inventariados en los camiones que retornaban al taller y otras cosas. Habló durante dos o tres horas, y gracias a él, la espera no fue tan dramática. Nunca me preguntó nada, salvo mi nombre.

En algún momento había retornado el que salió a comprar. Traía una botella de Inca Kola de dos o tres litros y tres o cuatro envases plásticos embolsados que tenían pollo frito con arroz y papas. Los envases fueron pasando de mano en mano hasta que llegó mi turno.

—No, gracias —había dicho, aunque me moría de hambre, pues yo no había puesto ni un sol para la colecta.

—Come, huevón —me dijo Julio, que así se llamaba el que me contaba su historia—, que aquí todo se comparte y estoy seguro de que tienes hambre.

Acepté, comí un pedazo de pollo, un par de bocados de arroz y unas papas y le pasé el envase al siguiente. Me ofrecieron un vaso con gaseosa y también lo acepté.

Serían las ocho de la noche cuando se escuchó un alboroto. Llegaron varios policías y nos sacaron a todos. Nos llevaron a un pasadizo y nos hicieron formar en dos filas. Comenzaron a esposarnos a todos. Cuando llegó mi turno, volví a ver al policía que me había llevado desde la carceleta.

—Enmarrócalo con las manos adelante —le dijo al encargado de la labor— que a este lo conozco.

Esta vez me esposaron también los pies, así que, arrastrando con dificultad las cadenas y cargando la bolsa con mis pertenencias, fui conducido hasta un ómnibus del INPE, totalmente cerrado, en el que entramos. Estaba lleno y tuve suerte en encontrar el último asiento libre. Los que llegaron detrás de mí tuvieron que viajar de pie. Sudaba nuevamente, había demasiada gente. Nunca volví a saber del estibador.

No sé cuánto duró el trayecto. Sentía que nos escoltaba un patrullero, que iba abriendo el paso. Algunos de los presos se ponían de pie y lograban atisbar por las ventanillas enrejadas, muy pequeñas, que cumplían una función de ventilación. Imagino que para muchos eran las últimas imágenes de la calle en mucho tiempo. A veces reconocían algún lugar y lo mencionaban en voz alta, pero para mí todos los nombres eran desconocidos. El bus estaba en penumbra.

Se escuchaban diversas conversaciones: unos contaban cómo los habían atrapado, otros preguntaban por amigos y tenían respuesta de algunos. Se aprovechaba el traslado para intercambiar noticias y enviar saludos. Un muchacho joven me preguntó adónde iba, le dije que a Ancón y comenzó a darme los mismos consejos y descripciones que antes me había dado el faite en Lurigancho.

- Pero yo voy a Ancón DOS – le dije

Me miró fijamente.

- ¿Ancón 2? ¡Ése es tranquilazo, causa! ¡Yo ya estuve allí! Si vas al pabellón 3-A pregunta por el “Loco” Raúl, dale saludos del “Chino” Jorge, es de mi barrio, dile que eres mi causa. Él está a cargo.

Fue en ese momento que decidí que tenía que memorizar todos los nombres que escuchara. Sentía que podía ser necesario. “Loco Raúl Chino Jorge, Loco Raúl Chino Jorge, 3A, locoraúl chinojorge 3ª, locoraúlchinojorge3a”, comencé a repetir en mi mente, “está a cargo, está a cargo, 3A, 3A”

Alguien en el bus interrumpió mis pensamientos con un grito, “¡YA ESTAMOS LLEGANDO!”. Sentí que el ómnibus dejaba la carretera y comenzaba a circular lentamente por un camino accidentado, hasta que se estacionó.

- ¡PIEDRAS GORDAS! – gritó el policía que abrió la puerta.

Todos comenzaron a bajar. Mi penal era Ancón 2 y habían gritado “Piedras Gordas”. ¿Bajaba o no?. No estaba seguro de nada, así que cuando me llegó el turno de bajar, le pregunté al policía si debía hacerlo y me dijo que no, que esperara. Lo hice, hasta que el bus quedó prácticamente vacío. Me enteraría después de que el penal de Piedras Gordas, el de alta seguridad, “sello rojo” en jerga carcelaria, era vecino del que me correspondía y estaba situado unos centenares de metros antes.

Al rato el ómnibus se movió nuevamente, y diez minutos después se estacionaba en el Centro Penitenciario Modelo Ancón Nº 2. Solo quedábamos dos personas. Bajamos.

Estábamos en una especie de galpón. Había dos técnicos del INPE presentes. El que bajó conmigo los saludó con familiaridad. Luego me miró y me preguntó por qué estaba yo allí.

- Por difamación agravada – le dije – pero en realidad me han inventado el deli…

- ¡Ah! – me interrumpió sin miramientos - ¡Seguro vas a terminar en mi pabellón!

Me dio la espalda y se fue. Le pregunté a uno de los Técnicos si lo seguía y me dijo que no, que había que seguir el protocolo, pues yo era nuevo. Hacía frío y corría el viento.

—Pon tus cosas aquí y desnúdate —me ordenó con rudeza el otro técnico - ¿Traes plata?

— No – dije y agaché la cabeza una vez más.

Comencé a desnudarme.


(Siguiente entrega:  6. Ancón II)

lunes, 16 de noviembre de 2015

4. Lurigancho


Había abandonado la carceleta del Poder Judicial, presumo que a eso de las tres o cuatro de la tarde, aunque no tenía idea de la hora que era, pues el par de técnicos del INPE a quienes se lo había preguntado me había ignorado, como si yo no existiera.  Aprendería luego, día a día, cómo muchas personas que acceden a pequeñas cuotas de poder abusan de él, en especial cuando saben que este abuso no puede ser respondido.  Me encargaré, en su momento, de dar a conocer algunas situaciones y, sí, también algunos nombres, pues el argumento de “no tienen pruebas” que esgrimió uno de los alcaides puede ser respondido —recién ahora— con el de “tengo testigos”… y varios de ellos ya están en la calle.


Por las ventanillas de la puerta trasera de la “ambulancia” —como conocían al vehículo que me trasladaba—, casi unas rendijas, podía ver por momentos la parte superior de los postes de luz y, a ratos, alguna señal de tránsito. Trataba de identificar por dónde estábamos, pero era complicado, pues ni postes ni señales tienen nada de particular. Podíamos estar circulando por cualquier parte.

El homosexual detenido por robo y el estibador acusado de homicidio sudaban profusamente, más que yo, ya que ellos cargaban sus frazadas sobre los hombros y la “ambulancia” era un horno. Cuando uno está esposado es imposible quitarse una chaqueta o sacarse una frazada de encima. El policía, también golpeado por el calor, dejó de prestarnos atención. Yo seguía mirando fijamente el pedacito de exterior.

—¡La avenida Abancay…! —me dije, al reconocer la parte superior de la Biblioteca Nacional—. Entonces, para ir a Ancón, debemos doblar hacia la izquierda para tomar la Circunvalación e irnos hacia el norte.

Así lo hizo la “ambulancia”, pero al rato dobló a la derecha, luego a la izquierda, después a la derecha, y así varias veces hasta que me desorienté por completo. No pude volver a ver nada familiar, hasta que una hora más tarde sentí que el vehículo abandonaba el camino de asfalto y bajaba la velocidad hasta detenerse. Oí un portón que se abría y sentí que avanzábamos unos metros más, hasta que nos detuvimos. El chofer apagó el motor y alguien de afuera abrió la puerta trasera.

Aún era de día. Vi muchos policías por todas partes.  Al homosexual lo sacaron casi a rastras y lo trasladaron a un vehículo parecido al que nos trajo, que esperaba a unos metros, con la puerta trasera abierta. A mí y al estibador nos metieron por una puerta pequeña, hasta una sala en donde había más policías. El que nos había llevado nos quitó las esposas, intercambió algunas palabras con otro y se fue. El que nos recibió nos dijo: “¡Síganme!” y nos condujo por un corredor largo que al final doblaba hacia la izquierda.  Allí, al final del corredor, a mano derecha, había una habitación de unos cuatro metros por cuatro metros, en cuya parte frontal, totalmente enrejada, de lado a lado y de piso a techo, había una pequeña puerta, también de rejas.  Nos metió allí, corrió el cerrojo con fuerza, echó el candado y se fue.

—Esto no puede ser Ancón —me dije—. ¿A dónde carajo me han traído?

La celda —porque no era otra cosa, sino una— tenía un baño en una de sus esquinas: un agujero en el piso con dos apoyos para los pies y un tubo roto en la pared por el que discurría constantemente un chorrito de agua. No tenía puerta y la pared lateral, que separaba al baño del ambiente grande, no medía más de un metro, es decir que quien hiciese sus necesidades tenía que hacerlas a la vista de todos. En la parte opuesta a la reja había un banco de cemento a todo lo largo de la pared. Bolsas plásticas sucias en el suelo, huesos de pollo por doquier, envases y vasos de plástico tirados, puchos de cigarrillos, platinas y algunas botellas de gaseosa completaban la lúgubre imagen. Me senté en el lugar menos sucio que pude encontrar en la banca, cuando en eso entraron dos policías.

—¡AQUÍ ESTÁS, CONCHA TU MADRE! —escuché gritar a uno de ellos—. ¡PONTE A HACER PLANCHAS, CARAJO!

Los miré, confundido, hasta que me di cuenta de que no se dirigían a mí sino al estibador.

—Este es el que mató al colega —dijo el que había gritado.

—Ya se jodió, entonces —respondió el otro.

El castigo duró unos cinco minutos. Yo seguía sentado en el rincón y los policías ni me miraban. Luego dieron media vuelta y se fueron.  El estibador se detuvo, se puso de pie y me miró.

—¿Mataste un tombo, compadre? —le pregunté cuando se cruzaron nuestras miradas.

—Se han confundido —me dijo—. A mí me han acusado de matar a un pescador, pero no hice ni mierda, yo estaba en otro lugar. Tengo testigos.

Una de las cosas que aprendí fue a no juzgar (alguien, en la carceleta, me había dicho que los delitos se quedaban afuera y que adentro todos éramos iguales).  El estibador parecía un buen tipo, de semblante tranquilo y de unos treinta años.  Estaba muy preocupado, porque era padre viudo de una niña de cinco años que, cuando él trabajaba, quedaba al cuidado de su anciana madre, también viuda. No sabía qué iba a pasar, pues él era el único sustento de su hija y su madre.

No tenía nada que hacer sino esperar y, para matar la angustia, tomé una de las bolsas plásticas y comencé a echar en ella los desperdicios. Casi de inmediato, para mi sorpresa, el estibador siguió mi ejemplo.  Al rato habíamos limpiado la celda y dejado al lado del baño tres bolsas anudadas llenas de basura. Me sentí un poco mejor y volví a sentarme.

A la media hora, un policía abrió la puerta de la celda e ingresaron dos personas más, de unos cincuenta años, sonrientes, relajadas, con camisa de manga larga, jeans y zapatillas.  Cuando se fue, uno sacó un cigarrillo y comenzó a conversar con el otro, despreocupadamente.  Al rato llegaron tres más, también bien vestidos, aunque más jóvenes.  Al verse con los primeros dos, se abrazaron y saludaron efusivamente, todos con todos, como viejos camaradas. Fui al baño, oriné, me acerqué a la puerta, esperé que pasara un policía, llamé su atención y le pregunté en voz baja en dónde estábamos.

—Lurigancho pues—me dijo, y siguió su camino.

¡Lurigancho! ¡Cuántas veces había visto reportajes televisivos y periodísticos sobre ese lugar! ¡Una cárcel violenta en donde hasta a las visitas las asaltaban! ¡Taitas, corrupción, violencia, cicatrices, droga!  Comencé a temer que me habían mentido con lo del penal de Ancón y que mi verdadero destino era ése.

Trajeron más gente. Todos parecían conocerse, todos se saludaban. El ambiente era festivo: bromas, abrazos, cigarrillos.  Los únicos serios y silenciosos éramos el estibador y yo, tratando de pasar inadvertido. Me preguntaba por qué estaba en el penal de Lurigancho y no en Ancón. Me preguntaba por qué todos estaban tan despreocupados si, habiendo sido detenidos, estaban pasando por una situación como la mía.

— ¿Y viste cómo se vestían los faites? —me diría alguien semanas después, cuando contaba esta historia—. Van súper elegantes, con ropa de marca y zapatillas finas. No parece, pero son de lo más bravo que hay.

En ese momento no tenía idea de nada. Luego me enteraría de que todos ellos ya estaban cumpliendo condenas y que los habían llevado desde sus respectivos penales, para que cumplan con las diligencias judiciales que se hacían en Lurigancho.  Por eso se vestían bien: para dar buena impresión a los jueces. Por eso los saludos: se habían visto las caras muchas veces.  Por eso lo despreocupados: ya estaban presos.

Me acerqué al estibador y le pregunté si sabía qué hacíamos en Lurigancho. Me dijo que de allí nos enviarían a nuestro destino final, pero que no sabía cuándo.

Me senté en un rincón con la cabeza gacha. No quería ver, ni que me vieran. Pensaba en lo absurdo de mi situación ¡en Lurigancho! ¡por un delito que no cometí! . Eso pasaba en las novelas, no en la vida real. Pero me estaba pasando.

Sentí que alguien se sentaba a mi lado: era uno de los dos faites que había entrado al principio.

Me miró fijamente.


(Siguiente entrega: "5. Lurigancho (continuación)")

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lunes, 19 de octubre de 2015

3. Carceleta del Palacio de Justicia (continuación)

(Entrega anterior: “2. Carceleta del Palacio de Justicia”)

—¡CUENTA, CARAJO! —gritó alguien— ¡TODOS AFUERA!
Abrieron todas las celdas y todos debimos salir y formar. La “cuenta” forma parte de la rutina diaria de todo penal. La hacen en la mañana y en la noche, para verificar que no falte nadie. El técnico a cargo dice en voz alta el apellido paterno y uno debe responder con el apellido materno y el nombre, en ese orden.
—¡BUENAS NOCHES SEÑORES! —decía el técnico
—¡... OCHES! —debíamos contestar el saludo, fuerte y en coro, los internos.
—¡ATENCIÓN A LA LISTA! —volvía a gritar.
—¡... CIÓN! —abreviábamos.
Luego iban llamando a uno por uno:
—¡MOYANO!
—¡VÁSQUEZ  ÁNGEL! —tenía que ser la respuesta.
Este dialogó lo repetí 166 veces en los siguientes meses.
En la carceleta, los llamados debían, inmediatamente a continuación, coger una colchoneta de la pila (la superior, no otra) y dirigirse a su celda. Yo había tenido el privilegio de poder escoger una, gracias al enfermero, así que, una vez que di mi nombre, me dirigí al “Sheraton”.
Los homosexuales ya no estaban: los habían enviado a una de las celdas comunes. En su lugar estaba Javier, que había atropellado a un motociclista y a quien enviaban a Lurigancho a cumplir cuatro años de prisión, pues era, además, la tercera vez que había sido detenido manejando borracho. Lo saludé, me contó su caso, de lo más relajado, se echó en su colchoneta y durmió como un bebé toda la noche.
Cuando le echaban llave a la celda le pregunte al técnico qué debía hacer si tenía que ir al baño.
—La celda no se abre sino hasta mañana —dijo— así que apúrate y agarra un balde.
Esa noche no dormí, pero sí usé el balde.
Al día siguiente, después de la cuenta matutina, más fotos, más huellas digitales, un examen dental y, finalmente, la evaluación para determinar a qué penal lo enviarían a uno. Antes de eso, la “paila”, que es como llaman en los penales, indistintamente, al desayuno, almuerzo o cena y que consistió, esa mañana, en leche de soya y un pan, servidos en una bandeja de acero inoxidable, que, a falta de cubiertos, uno debía inclinar para poder beber (con el consiguiente derrame) y luego lavar, en el baño de la celda común, y devolver.
Fue en ese momento cuando los avezados me vieron. Uno, joven, se acercó y me preguntó por qué estaba yo allí. Aprendería después que uno es catalogado por los internos según el delito y que responder “homicidio” o “robo agravado” inspira mucho más respeto que decir “omisión de alimentación familiar” o “tránsito”. Los que se ganan el desprecio son los de “delitos contra el honor sexual” (a quienes les dicen “violines” o “ñatos” en la jerga carcelera), por lo que suelen ocultar su delito, aunque al final siempre se sabe. Los que son odiados son los violadores de niños y pagan su delito siendo sometidos a lo mismo que hicieron. Sin piedad.
—Estoy por difamación —respondí (si se repitiera la ocasión inventaría algo como “violencia agravada”).
Me miró con la cara del que escucha por primera vez una palabra.
—¿Difamación sexual? —preguntó
Antes de que le respondiera, un técnico nos calló y me ordenó regresar a mi celda.
—¡TÍO! ¡UNA CHINA, PE!
No pararía de pedirme dinero hasta que salí de la carceleta, cada vez que me veía.  Por suerte no tuve que volver a entrar a esa celda.
En los penales los rumores se escuchan todo el tiempo. Algunos —se comprueba posteriormente— son ciertos, otros, no, y algunos otros son malintencionados y sembrados por las autoridades. Por ejemplo, nos decían a todos que nos iban a enviar al penal de Chincha, que era una mierda, pero que por 400 soles (o 500 o 1000, dependiendo de la cara y de la desesperación del interno) “podían influir para que se queden en Lima” o para “enviarlos a tal o cual penal”. A pesar de haber sido advertidos de que esto pasaría, muchos caían en la trampa. Lo cierto es que es una manera de exprimir al interno. Una de muchas: a uno de mis futuros compañeros le llevaron comida, la que fue entregada por sus familiares en la puerta de la carceleta. No recibió nada, tuvo que COMPRAR su propia comida, que además se había reducido en volumen. Los periódicos de S/. 0,50 cuestan adentro S/. 2,00 y los cigarrillos se venden a S/. 1,00 la unidad.
La Junta Calificadora me entrevistó, no más de tres minutos, nuevamente datos generales, delito, qué profesión tenía y cuántos hijos. Luego, “retírese”. Las siguientes horas son de incertidumbre. ¿Cómo haría mi familia para visitarme si me enviaban a provincias? ¿Y si me enviaban a Lurigancho?
Cuando regresé a mi celda, Javier ya no estaba. En su lugar, un muchacho de veinte años que había sido herido de bala en la pierna cuando trataba de asaltar, en banda, a un comerciante de Gamarra. Estaba vendado, su familia no sabía nada de él y no tenía ni un sol. No tenía muleta y se veía que la herida le dolía. Se negaba a estar sentado y trataba de caminar, pero le era muy difícil. Yo había visto afuera un palo de escobillón, ya sin cerdas, apoyado en un rincón. En una de mis idas al baño, lo cogí y lo adapté para que funcionara como muleta (no fue gran cosa, lo puse al revés y amarré, con una bolsa, un trapo en el tramo más corto de la "T"). Al menos le sirvió para dar unos pasos.
—Me han dicho que nos van a pegar cuando nos lleven —me dijo.
—Ni cagando —le respondí, todo inocente yo—. Es ilegal.
Al rato recibí un paquete de mi familia: dos o tres polos, más ropa interior, monedas, una botella de agua, galletas, un pantalón de buzo, papel higiénico, un juego de sábanas y una frazada. Le di un par de monedas al muchacho para que llamara a su familia, y compartimos las galletas. Ambos estábamos a la espera de saber nuestro penal de destino.
Sería la una de la tarde cuando nos lo dijeron. Me tocaba Ancón II; al muchacho, Lurigancho. Respiré solo un poco aliviado: si tenía que ir a un penal, tenía que ser justamente a ese. Uno de los técnicos me dijo que era un penal tranquilo.
A la hora aparecieron dos policías, grandes y poco amables. Me llamaron por mi nombre y dijeron que sacara mis cosas. En el patio me encontré con dos internos más que también iban a ser trasladados. Estaban desnudos, de pecho contra la pared. Sus cosas estaban desparramadas en el piso, a su espalda. Uno (lo sabría después), era un estibador chalaco acusado de homicidio, que se iba al penal de Sarita Colonia; el otro era uno de los homosexuales que habían estado en el “Sheraton”, que se iba al penal de Miguel Castro Castro.
—¡DESNÚDATE, CARAJO! ¡RÁPIDO! —me dijo uno de ellos— ¡CONTRA LA PARED!
Así lo hice.
—¡PÉGATE A LA PARED, CARAJO! —volvió a gritar, una vez que estaba desnudo— ¿ESTAS SON TUS COSAS? ¿QUÉ TANTA HUEVADA TIENES? ¿ACASO CREES QUE TE VAS DE VACACIONES? ¿TIENES PLATA?
La única pregunta que podría haber respondido era la última, así que lo miré y dije:
—Sí, me han dejado para mis llamadas.
—¡NO ME MIRES, CARAJO! ¿CUÁNTA PLATA TIENES?
—No sé, quince soles.
La verdad no tenía ni idea de cuánto me habían dejado, eran monedas de un sol y de cincuenta centavos. Después sabría que eran casi cien soles.
—Te voy a dejar dos soles —me dijo con todo desparpajo.
—¿Dos soles? ¡No me va a alcanzar para nada! — protesté.
—¡NO ME DISCUTAS, CARAJO! —y levantó la vara amenazante.
Pude ver que el otro policía les estaba pegando a los otros dos. Con fuerza, en la espalda y las piernas. Después supe que a muchos de mis futuros compañeros, gente que estaba por omisión a la alimentación familiar, algunos de la tercera edad, también les habían pegado e, incluso, aplicado choques eléctricos. El muchacho de Gamarra tenía razón: pegaban, aunque fuera ilegal.
—Ahorita me pega —pensé— pero a este conchesumadre lo cago cuando salga, así sea lo último que haga.
Comencé a recorrer su uniforme con la vista, y repentinamente vi su nombre, que me quedó grabado (sé que te diste cuenta, Pedro, tus apellidos, también, uno rima con “karma”). Nuestras miradas se cruzaron y algo en mi rostro debió decirle que no era prudente pegarme.
—Ya no jodas, que no te voy a pegar
Se quedó con el dinero y con el papel higiénico. Gracias a eso, una vez que me vestí, solo me esposaron las muñecas, por delante, sin ajustar (a otros se lo hacen, con las manos en la espalda, y eso causa daño); tampoco me esposaron los tobillos, lo que me permitió, una vez vestido, salir caminando sin dificultad de la carceleta.
Afuera había un sol brillante y mucho calor, mientras que en la oscura carceleta hacía frío. Subimos los cuatro al transporte del INPE, una camioneta cerrada, de color blanco, a la que le dicen “La Ambulancia”. Yo estaba con mi chaqueta polar, el estibador envuelto en su frazada, al igual que el homosexual. Yo sudaba como en sauna; los otros dos, peor. Pedro, el policía, se sentó en un compartimiento aparte, desde el que lograba vernos. No podíamos ver la calle.
Pensé que me llevaban a Ancón II.

(Siguiente entrega: “4. Lurigancho”)

2. Carceleta del Palacio de Justicia

(Entrega anterior: “1. Inicio de una pesadilla”)

Había escuchado hablar muchas veces de ese lugar, pero no sabía nada de él. Aprendí que era una especie de centro de acopio de todos los detenidos de ciertas zonas de Lima. Básicamente eso significa que allí se llega por toda clase de delitos: desde los más graves, como homicidio, extorsión, robo agravado, tenencia ilegal de armas, narcotráfico y delitos contra el honor sexual, hasta los más leves, como accidentes de tráfico y omisiones al pago de la asistencia familiar.
Por difamación agravada, delito por el que se me había sentenciado, no debería haber nadie allí (ni en ninguna otra parte), pues según la ley, no existe prisión efectiva para estos casos. Según la ley, no según la jueza.
El hecho es que me encontraba allí.
Eran las cuatro de la tarde cuando comencé con la rutina que todo recién llegado debía seguir. Lo primero son las huellas digitales, de todos los dedos de ambas manos, de las palmas, del canto de la mano, luego los formularios, varios, en los que vuelven a preguntar el nombre, el delito, la dirección, luego huellas digitales de nuevo, las fotos, de frente, de un lado, de otro, luego otra habitación, más huellas, otra vez los datos. Uno es conducido de un lado a otro, hasta que llega a la revisión médica, en la que un enfermero pregunta, una vez más, los datos generales (nombre, edad, estatura, delito), los antecedentes médicos (enfermedades, medicación) y luego hace un examen visual en el que uno es obligado a desnudarse con la finalidad de ver si tiene algún tatuaje particular o si ha llegado con huellas de golpes o heridas, de manera que el INPE salve su responsabilidad cuando, horas o días más tarde, el recluso sea enviado a alguno de los muchos centros penitenciarios que hay en el país. Es en la carceleta del Palacio de Justicia donde una comisión formada por un abogado, un psicólogo y un asistente social decide el destino de los que allí llegan. En sus manos está el enviar a alguien a Lurigancho, a Sarita Colonia, a Miguel Castro Castro o a donde quieran.
Mientras esperaba a que terminaran con el examen de los que me antecedían, se me acercó el técnico del INPE que estaba a cargo de la guardia (trabajan 24 horas y descansan las siguientes 48, de manera que uno ve las mismas caras cada tres días).
—¿Qué hace usted acá? —me preguntó, muy educadamente.
Le expliqué brevemente mi historia hasta el momento.
—¿Y a qué se dedica?
Me extendí un poco más, diciéndole que era ingeniero, que hacía consultoría y trabajaba con compañías mineras. Cuando me preguntó con cuáles, di algunos nombres, y cuando quiso saber qué clase de trabajos hacía, le describí los más recientes (muy técnicos ellos). En este punto me di cuenta de que entendía bien lo que yo le explicaba (había mencionado recuperaciones metalúrgicas, cianuración de minerales auríferos, control de procesos automáticos y cosas parecidas). Mientras me preguntaba a qué venía tanta curiosidad, me dijo:
—Yo también soy ingeniero. Químico.
—¿Y qué hace aquí? —pregunté, sorprendido.
—Vueltas que da la vida —respondió.
Recuerdo haberme quedado mirándolo, olvidando por un instante mi situación, cuando él me dijo:
—Ingeniero, no se preocupe, yo lo voy a colocar en una celda en la que no lo molesten, quédese aquí después de que termine su examen médico.
Tremendo favor que me hizo y por el cual le estaré agradecido siempre. Al rato me asignó una celda conocida (de eso me enteraría mucho tiempo después) como el “Sheraton”. Y es como si lo hubiera sido, pues en las otras dos celdas, muchísimo más grandes, estaban mezclados todos, los primarios y los avezados, y uno podía ser asaltado (era común quedarse sin zapatos o sin anteojos), golpeado o simplemente hostigado. Más aún si se daban cuenta de que uno era novato. El “Sheraton” brindaba seguridad, pues era una celda pequeña, para no más de cuatro o cinco personas, que estaba al lado del puesto de guardia del personal del INPE.
—No vaya al baño de allá —me dijo, señalando los baños que estaban en esas celdas grandes, en las que podía ver deambular a los detenidos, algunos con trazas patibularias—, usted puede usar el baño de los técnicos.
Mi examen médico fue rápido. El enfermero permitió que me quedara un rato tendido en una camilla cuando supo de mi condición de hipertensión, y verificó que mi presión arterial estuviera por encima de lo normal. Al rato me dijo que mejor buscara un colchón, antes de que los demás lo hicieran, y que me fuera a mi celda.
Salí y encontré una pila de lo que alguna vez fueron colchonetas. Muchas habían perdido, parcial o totalmente, el forro de tela, y solo quedaba un rectángulo de espuma sucia de unos cuatro centímetros de espesor y con agujeros. Encontré una forrada, pero no limpia, con manchas de sudor y quién-sabe-qué-más en el anverso y el reverso... pero era la mejor. La llevé al “Sheraton”, en donde encontré a dos detenidos más: dos homosexuales que ejercían la prostitución en la avenida Arequipa, acusados de haberle robado el celular a uno de sus clientes.
Guardaron silencio cuando entré.
—Buenas noches, muchachos —dije, mientras acomodaba mi colchoneta en el suelo.
—Buenas noches, señor —respondieron con voz aflautada, casi al unísono.
—¿Qué hacen aquí? —les pregunté.
Me explicaron lo del robo y que el juez había determinado su detención preventiva, porque no podían acreditar ni trabajo ni lugar de residencia.
—Muchachos, necesito descansar, así que me disculpan —les dije, mientras me echaba en el colchón intentando que ninguna parte de mi piel entrara en contacto con la tela de la colchoneta (tal era mi asco). Mis compañeros de celda, bajando un poco la voz por consideración, continuaron contándose sus cuitas.
En la bolsa plástica que me habían llevado al juzgado, tenía una botella de agua y dos calzoncillos de recambio. Extendí uno cuidadosamente sobre la colchoneta, para usarlo de barrera entre mi nuca y la tela, y usé el otro para cubrirme los ojos, pues en la carceleta nunca se apaga la luz, y a unos tres metros sobre mí brillaban unos fluorescentes encendidos.
No tenía idea de la hora: la carceleta está en un frío sótano, adonde no llega la luz exterior. Estaba muy cansado, a esa hora debería estar volando al extranjero y todo se había puesto de cabeza demasiado rápidamente. Había cosas pendientes del trabajo que no sabía cómo iba a solucionar, y lo peor, estaba absolutamente confundido con respecto a lo que podría suceder durante los siguientes días.
Me preparé a pasar la noche, pero sabía que no dormiría.

1. Inicio de una pesadilla

Veintitrés de junio de 2015. Once de la mañana. Después de la lectura de sentencia, planeaba almorzar un buen bife, acompañado con vino, e irme al aeropuerto. Durante casi tres años había estado defendiéndome de una acusación absurda, demostrando con pruebas concretas, con testigos, con argumentos jurídicos, lo descabellado de la demanda que me habían entablado. Estaba seguro de escuchar el dictamen de mi inocencia, así que me presenté con calma al juzgado, y para ahorrar tiempo, accedí a la sugerencia de la jueza para que se leyera solo la parte resolutiva de la sentencia.

Se condena al acusado a ocho meses de prisión efectiva y al pago de cien mil soles de reparación civil.

No entendí o no quise entender lo que había escuchado. Le pregunté a mi abogada qué significaba eso exactamente.

Te quedas me dijo, pálida.

Y me quedé. Imperturbable (odio mostrar mis emociones), envuelto en una vorágine de ideas y de preguntas que me hacía y que me duraron los siguientes tres meses. Algunos pensamientos se decantaron en ese lapso y algunas preguntas no las he podido responder con certeza hasta ahora, aunque los indicios de lo podrida que está la justicia en el Perú se agitaran ante mis ojos. Luego llegué a la conclusión de que es muy fácil encarcelar a alguien en este país: basta con inventar una acusación, encontrar testigos que la corroboren y convencer de sentar jurisprudencia a un juez inocente y crédulo, con un sueldo bajo y muchas necesidades.

Esta es la historia de los meses que permanecí en prisión. La escribo para no olvidar las muchas cosas que me sucedieron o que vi. Lo hago como catarsis, pero también para que quienes me lean sepan un poco más de ese mundo y vean absueltas muchas de las preguntas que quisieran hacerme. Es posible que no pueda seguir un orden cronológico los recuerdos se mezclan, pero no importa. Salvo algunos hitos importantes, el resto es atemporal.

Tampoco mencionaré nombres, por respeto a los compañeros que no quieren que sus tragedias sean públicas, y si fuera necesario, usaré seudónimos para identificarlos, salvo que alguno de ellos me autorice a nombrarlo.

Detención

Una vez dictada la sentencia de detención en un tribunal, ya no hay posibilidad de nada. Siempre tienen a un policía vestido de civil que ya ha sido alertado y está atento a cualquier intento de fuga. Que los hay: uno de mis futuros compañeros de prisión salió como una flecha ni bien escuchó su sentencia, sin dar tiempo a que el policía reaccionara. Esta rápida reacción le permitió conservar su libertad por un año más, hasta que fue capturado en un operativo rutinario, de esos en los que piden papeles a todos, y enviado al penal Ancón II por dos años.

Mi primera idea fue hacer lo mismo, pero me duró poco: pensé que empeoraría mi situación (lo cual habría sido cierto) y confiaba aún en que se trataba de un error que sería subsanado por mis abogados en un par de días.

Se ordena el inmediato internamiento del acusado decía la jueza.

Atiné a hacer una llamada telefónica mientras la jueza le preguntaba al demandante si estaba de acuerdo con la sentencia (evidentemente lo estaba: había logrado su objetivo, ya hablaré de él más adelante), luego a mi abogada si apelaríamos, y finalmente, ordenaba que se imprimiera y firmara la sentencia.

El policía se acercó con las esposas y me pidió que extendiese las manos. No quería darle el gusto al demandante de verme así, de modo que le pedí al policía que por favor no lo hiciera. Le consultó a la jueza, quien, quizás aguijoneada por un remanente de consciencia por lo que acababa de hacer, accedió, después de advertirme que no debía tratar de escapar. La miré con un desprecio que con el correr del tiempo se acentuó cuando supe de su trayectoria. También me ocuparé de ella en su momento.

Fui conducido a un calabozo (me enteré de que en todos los juzgados hay uno, para estos casos). Un cuarto con una ventana con barrotes, una puerta de acero, paredes con inscripciones y nada más. No había baño, ni un lugar donde sentarse. Antes le había entregado todas mis cosas a la abogada, así que solo me quedé con lo que tenía puesto: la ropa con la que iba a viajar. Ni reloj, ni correa, ni dinero, ni nada en los bolsillos.

Mejor entréguele todo a su familia, porque si no se lo van a quitar me dijo el policía.

No entendí bien qué quería decir, pero le hice caso. Horas más tarde lo entendí perfectamente.

Pasé unas horas como un león enjaulado, caminando de una pared a otra, sentándome por ratos en el suelo, pensando que en cualquier momento llegarían mis abogados para decirme algo como que se trataba de un error o que habían pagado la fianza (esto no existe, es influencia de las series policiacas estadounidenses). Llegaron, sí, pero solo para darme una muda de ropa más apropiada para lo que se me venía: un pantalón de buzo en lugar de mi jean, unas viejas zapatillas a cambio de mis zapatos (escondería los pasadores en mi ropa interior, sabía que me los quitarían y no hay nada más incómodo que no tener pasadores; luego aprendería a hacer pasadores con las asas de las bolsas plásticas), y una chaqueta polar a cambio de mi camisa. Nada más. Habían tenido que ir hasta mi casa, a una hora del juzgado, para traer lo urgente, puesto que el tiempo corría y en cualquier momento me iban a trasladar a la carceleta del Palacio de Justicia. Llegaron a tiempo, gracias a que el policía una de las pocas autoridades comprensivas que encontré en esos tres meses demoró un poco mi traslado para dar tiempo a que llegase mi ropa.

Hecha la muda, me dijo, casi pidiendo excusas, que estaba obligado a esposarme para el traslado. Tuve que acceder y salí así del juzgado, hasta un auto que él conduciría. Empecé a transpirar, no sé si por el sol radiante o por el nerviosismo. Me senté en el asiento del copiloto y vi, entre confundido e indignado, la avenida Javier Prado, luego el zanjón, el Estadio Nacional, la Plaza Grau, y finalmente el Palacio de Justicia.

Se abrió la puerta de la carceleta, situada en la parte de atrás, pasé con el policía y bajé a su lado hasta el sótano, me quitaron las esposas y me entregaron oficialmente al Instituto Nacional Penitenciario (INPE).

No volvería a ver la calle en tres meses.


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